lunes, 10 de noviembre de 2014

Paranoia

            -Me estoy volviendo loco doctor, esquizofrénico, lo sé.
            Bruno jugueteaba con sus pulgares mirando a través de la ventana del consultorio. Su camisa blanca planchada, el cabello impecablemente peinado de lado, y la elocuencia con la que se daba a entender no lo hacían parecer en lo absoluto un demente, mucho menos esquizofrénico.

             -Todos hemos sentido alguna vez que nos miran desde la oscura esquina de la habitación, que nos escuchan envueltos en silencio. Un espectro que aguarda en las sombras, espiando, murmurando cosas que sólo suenan a una puerta que se cierra de golpe, o al viento silbando a través de una rejilla. Espectros que apenas y nos tocan y sonríen cuando nos damos media vuelta desconcertados.- El paciente pausó, perdido en sus recuerdos. Su mandíbula se tensaba con las memorias de las noches anteriores. -Todos tenemos esa sombra que nos acecha, esperando… esperando solo ellos saben que, algo que no me aventuraría a adivinar. El golpeteo es como empiezan, clack... clack... clack...- dijo, golpeando el descansabrazos con sus nudillos -volteas y estás sólo. Clack, clack, clack, escuchas otra vez, no quieres, pero te obligas a mirar: y no hay nadie. CLAK CLACK CLACK, y te rompes, tu corazón se agita, tus puños se aprietan y frunces los labios, tus ojos cerrados para forzarte a no mirar, a esperar que todo pase. Y pasa. Volteas al rincón oscuro y crees distinguir una sonrisa de dientes blancos como la luna y dos ojos puntiagudos mirándote, el tiempo suficiente para que te preguntes si están ahí, pero no el tiempo suficiente para convencerte de que jamás lo estuvieron.
            El psiquiatra suspiró, bajó su libreta llena de garabatos y espirales sin sentido y se acercó a su paciente. -Con toda honestidad Bruno, en mi opinión profesional, usted está totalmente sano. El miedo es algo natural, es el instinto de supervivencia más antiguo del hombre. En respuesta a su apatía y alienación emocional, es usted quien elige tener miedo, usted decide prestar atención a su hiperactiva imaginación. Solo deje de querer tener miedo, deje de imaginar lo que sea que usted mismo se obliga a ver.
            Bruno lo miró ofendido, frunciendo el ceño y poniéndose de pie.

            -¿Así como un drogadicto se deja de inyectar o un alcohólico de tomar? Es verdad, yo elijo imaginar estas criaturas, pero eso es lo que lo hace tan terrorífico. Yo elijo ver lo que está en aquel rincón. Yo elijo ver a ese triste niño de piel grisácea y achicharrada mirándome desconsolado. Yo elijo ver a ese hombre que es si apenas una silueta, sin rostro, delgado y alto tomándolo de la mano. Todos los días me visitan. Todos los días el niño me mira aún sin tener ojos en su cara. Pero ellos también tienen miedo, incluso más que yo.
            -¿Y de que tienen miedo estos personajes suyos?- Esto se estaba volviendo ridículo. Ese hombre deliberadamente lo hacía perder su tiempo. No volvería a agendarle una cita.
            -Del otro. El que se esconde, el que vigila. El de los dientes afilados que reflejan la amarillenta luz que se cuela por la ventana desde el farol en la calle. Pero en cuanto enciendo la luz del cuarto, su cara resulta ser un suéter en mi silla, o el tapiz del sillón en la sala de estar que se mira desde mi cama.
            -Ahí lo tiene. Reconocimiento de patrones, otro instinto de supervivencia. El cerebro está entrenado para ver cosas donde no las hay, para detectar depredadores y asegurar la herencia genética.
            -No sea condescendiente conmigo doc. Yo sé que usted también lo ve. Todos lo vemos. Incluso ahora, yo lo veo detrás de usted, a lo lejos, entre la gabardina colgada en su perchero, y usted lo ve detrás de mí, entre las pastas brillosas de sus libros de texto.
            -Yo no veo nada Bruno, solo a un hombre que, desesperado por sentir, se tortura a si mismo con visiones del subconsciente. Mi consejo: deje de buscar el terror. El morbo lo anestesia, y le impide sentir las emociones más sutiles, por ello busca más y más drogas psicológicas para obligarse a sentir vivo. Esto se lo ha causado usted mismo y no parará hasta que usted así lo desee.
            Bruno abandonó la oficina envuelto en oscuros pensamientos. El Dr. Jung apagó la luz al salir, y al cerrar la puerta no pudo evitar echar una mirada furtiva al librero: envuelto en oscuridad, las formas tridimensionales no significaban nada, su subconsciente estaba ahora a cargo. ¿Era quizás un rostro eso que le devolvía la mirada? “Tonterías.” Se negó a sí mismo, y cerró la puerta. Al bajar por el pasillo oscuro, podía sentir la umbría detrás de él como una avalancha siempre pisándole los talones pero nunca atrapándolo del todo. “Solo es ausencia de luz, nada más. No soy tan influenciable.” Pero aun así, apresuró el paso hacia su secretaria.
            -Rosa…- ¿Lo hacía por su deber moral profesional, o por una mórbida curiosidad? No podía estar seguro. –Agende otra cita para Bruno, la semana que viene.-


            Siete días habían dejado huella en el aspecto del paciente. Su cabello se miraba desaliñado, un rastro de ojeras comenzaba a vislumbrarse en sus parpados, e incluso su piel empezaba a palidecer.
         -Veo que no ha dormido, Bruno. Como sabe, la falta de sueño puede conducir a insomnio, y el insomnio a paranoia. Odio tener que decírselo pero, de nuevo, es usted quien se lo est-
            -Él sabe, él sabe, elsabeelsabeelsabe….
            -Bruno.- llamó al afligido, quien perdido en su mantra y con la vista desenfocada ignoraba las suplicas de atención. -¡Bruno! ¿Él sabe que cosa?-
            -Siempre ve, siempre. De día lo olvidamos, pero de noche nos obliga a recordar.
           -¿Recordar que?- La paciencia se le agotaba una vez más. Era absurdo, ¿por qué de pronto se identificaba con él?
           -Él sabe.
            -Rosa- dijo por el intercomunicador –dirige a Bruno a su auto, me temo que se encuentra i
indispuesto para nuestra sesión de hoy y yo debo… estudiar unas notas del caso.- Bruno no opuso resistencia: gentilmente la asistente lo incorporó y lo encaminó a su automóvil. Desde la ventana en el segundo piso de la oficina vio con intriga a Bruno conduciendo su automóvil hasta perderse bajo la lluvia en el horizonte del boulevard. Vaciló unos instantes, antes de tomar su abrigo y comenzar a apagar las luces una por una. Titubeó al posar su mano sobre el interruptor que controlaba la iluminación del librero… y lo dejó encendido. “¿Qué es lo que quién sabe?”


            Ese día la esposa tuvo que acompañar al paciente, sentándolo en el sillón frente al psiquiatra. Las ojeras, brillosas por las lágrimas secas, dejaban entrever las noches de desvelo atendiendo el terror de su marido. Sin embargo los ojos de este no reflejaban nada, ni se lograba vislumbrar en ellos el más mínimo trazo de vida. La esposa balbuceó unos llantos inentendibles, dejándolos solos en la oficina.
            -¿Qué pasó anoche?- El paciente permaneció inmutable, no lo escuchaba o elegía ignorarlo, en cualquier caso, era obvio que de nuevo estaba perdido en sus alucinaciones.
            -¿Cómo se encuentra su esposa?- No movió un dedo. Sus ojos fatigados se posaron sobre el médico.
            -¿Me reconoce? Soy el doctor Jung.
            El paciente lo miraba fijamente con sus dos ojos oscuros y vacuos. Jamás hizo contacto visual. Bruno miraba sobre el  hombro del psiquiatra, la vista perdiéndose más y más en la penumbra.
            -¿Qué es lo que ve?-
            Clack... clack... clack… golpeó el paciente con su dedo el descansabrazo de la silla. El examinador frunció el ceño. Nunca en su vida había visto a alguien caer tan rápido en el sopor.
            -¿Está escuchando esos golpeteos otra vez?
            Clack, clack, clack. Los ojos del paciente se ensancharon, mirando atentamente el perchero en la esquina detrás de su interlocutor. El psiquiatra no pudo evitar que se le erizaran los vellos de la nuca mucho menos que se le enchinara la piel: un presentimiento de que no estaban solos lo obligó a voltear, confirmando que entre las sombras solo estaba su habitual gabardina y un sombrero.
           -Escucha, no puedo ayudarte a menos que hables conmigo. ¿Te asusta la esquina oscura? puedo prender la luz. Se alzó y caminó hacia la esquina.
            CLACK CLACK CLACK, prosiguió.
            -Le aseguro que no tiene nada que temer.
             CLACK CLACK CLACK, sus ojos estaban a punto de desorbitarse, a punto de estallar en una llamarada del más primitivo y arcaico terror.
            -Le ruego que se calme, está seguro aquí conmigo.- le aseguró mientras buscaba el interruptor a tientas.

CLAK CLACK CLACK,
CLAK CLACK CLACK,
CLACK CLACK CLACK

            El paciente se retorcía en su silla, una lagrima recorrió su mejilla y su boca se desfiguraba en un intento de lo que seguramente era un ominoso gemido de terror.
            Y se hizo la luz.
            El paciente se dejó caer exhausto, sus ojos muertos perdidos de nuevo, su respiración normalizándose. Su esposa entró alarmada, preguntando que fue ese escándalo.
            -Señora, su marido se muestra reacio a cooperar. Le ruego que tome este cuaderno, y en el deberá escribir todo lo que no pueda o quiera hablar, ¿entendido? Nos vemos la próxima semana, cuando ya tenga algo que pueda diagnosticar.

            Bruno no llegó a la semana siguiente. Su muerte fue tan fugaz como misteriosa, el sepelio corto y confuso, todos murmuraban y especulaban sobre las causas de su defunción.
            La viuda se acercó al doctor, quien se atrevió a asistir como una muestra de apoyo profesional. En su bolsa cargaba un pequeño cuaderno arrugado con la pasta deshecha por la lluvia. Se obligó a hacer acopió de toda su empatía posible:
            -Mi más sentido pésame, Laura.- le consoló, tomando su brazo con una mano y el cuaderno con la otra.


            Pensativo y consternado, regresó a su oficina (encendiendo todas las luces de paso) y arrojó el cuaderno sobre su escritorio. Masajeaba su cien mientras se debatía entre leerlo o no, al fin y al cabo, Bruno ya había muerto. La tenue iluminación y las gotas sobre su ventana le convencieron de no hacerlo: sus ojos comenzaban a cerrarse, pero haciendo un último intento, tomó el diario. La letra era horrenda, rápida, desesperada, y dentro de lo que alcanzó a distinguir decía:
            "clack clack clack, ellos saben" recordó la sonrisa en el librero del otro día.
            "Clack clack clack" con cada golpeteo que leía se le erizaban los vellos, ya no sabía si escuchaba lo que leía o leía lo que escuchaba.
            "clack clack clack" el golpeteo imaginario se acercaba sigiloso por su espalda. “Es sólo la lluvia.” Se dijo dubitativo.
            "clack clack clack"
            Entonces lo sintió. La puerta entreabierta de su oficina dejaba ver el oscuro pasillo. ¿Había alguien afuera? Alguien lo miraba. Alguien le sonreía macabramente. Alguien lo penetraba con dos diminutos ojos resplandecientes.
            "clack clack clack",
            Su respiración se agitó, sentía la mirada, sentía la presencia, sentía los brazos rodeándolo y las manos sujetándolo. Dejó el diario y cerró sus ojos, escondiendo su rostro entre sus brazos. “No es real, estoy soñando, esto es una pesadilla. Es solo mi imaginación”
            Sus puños se forzaron tanto que podía sentir las uñas partiendo la piel. Su cuerpo, paralizado, se inundo del peor tipo de miedo: de aquel terror que se esparce lentamente, incontrolable, insondable. Miedo de saber que le consumirá hasta su inevitable desenlace. Fingió estar dormido.

            Los minutos que pasaron se convirtieron en horas. De manera silenciosa, se atrevió a asomar un ojo sobre su saco, y vio que el cuaderno seguía abierto, alguien había dado vuelta a la última página. Trató de descifrar lo que decía la línea final.

            “Sé que estás despierto.” – le susurró al oído.