domingo, 9 de marzo de 2025

El Bufón y la Torre

El aullido se hizo escuchar, sonaba lejano, como si atravesara cerros y bosques antes de llegar a mí.

Qué raro, nunca había escuchado un aullido en mi vida. Exacto ¿porqué escucharía un aullido? Aquí no hay lobos. Ahora que lo pienso, ¿dónde es aquí? El aullido otra vez

Me desamodorré, erguido en mi cama noté que el dormitorio se encontraba a obscuras, iluminado únicamente por la luz de luna asomándose por el ventanal a la izquierda de las camas

Mi hermano menor dormía en la otra cama junto a mí, como había hecho siempre. No se había percatado del aullido, y roncaba plácidamente. Además de las dos camas, la habitación parecía completamente vacía, el piso de madera viejo y azulado rechinaba con cada movimiento y silbido del viento que se colaba entre sus grietas.

La recamara estaba delimitada hacia la derecha y hacia enfrente por un muro bajo de madera y sobre él una ventana cuadriculada hasta el techo. Más bien parecía las ventanas de un sanatorio mental, o algún lugar de hospicio donde los guardias deben poder vigilar a los internos contenidos en la habitación.

Bajé de la cama y me acerqué en cuclillas hacia el muro opuesto a la ventana, escondido en la oscuridad. silencioso como una sombra, evitando despertar a mi hermano.

Detrás del vitral, un pasillo en L rodeaba el dormitorio, a la derecha de las camas se encontraba la salida, pero la puerta habia sido abierta a la fuerza, y trozos de ella se habían caído de la ojiva y del marco. Por la abertura de la puerta se alcanzaba a ver un cielo estrellado y las copas de los árboles que rodeaban la torre ondeando en el viento. Una torre muy alta. ¿Una prisión? Alguien logró no sólo subir, si no entrar. Un intruso.

Presioné mi espalda contra la celosía de cristal para esconderme y escanear con la vista la vuelta del pasillo. Todo se encontraba a oscuras, la luz alcanzaba a iluminar únicamente el centro del dormitorio.

Caminé en cuclillas pasando los pies de las camas, evitando ser iluminado por la ventana, y asomé mi cara sobre el muro bajo de madera. Mi corazón se detuvo.

Del otro lado del vitral, un hombre vestido con un leotardo verde me devolvió la mirada. También en cuclillas, blandía una daga alzada en su mano derecha, y una sonrisa predatoria que me heló la sangre. Su cara estaba cubierta por una mascara blanca en forma de estrella, llena de cascabeles y adornos dorados. La estrella blanca cubría la parte superior de su rostro, evidenciando su sonrisa de oreja a oreja. Sus ojos, fijos en mi, dos pozos negros sin fondo que me hubieran comido de no haber sido por el muro de cristal. El bufón sonrió aún más, dejando ver sus dientes malformados y amarillentos.

Un arma. Intenté sacar uno de los cuadros de cristal del muro para romperlo y usarlo como filo, pero al empujar el cristal, cayó del otro lado, a los pies del bufón.

Que idiota soy. Al delatar mi intención, y desprovisto de defensa, me di cuenta que necesitaría la ayuda de mi hermano o, por lo menos, alertarlo de la situación. Gateé en reversa hacia su cama, alcé mi mano para buscar su pierna y despertarlo. Sí, mi hermano es inteligente, grande, y fuerte; él siempre sabe qué hacer, él tiene contentos a nuestros papás. Dos contra uno es suficiente. Mi mano toco su pie.

Desperté.

"El carnaval ha vuelto por ti", susurró la luna, que ahora hacia brillar mi blanca pijama a rayas entre las sombras. "Siempre ha sido tu contra ti. Te encierras, te aíslas, y cuando no soportas más el estancamiento de tu procrastinación, rompes con todo".

Hace dos años, cuando Karsk, el centauro leonino que mantenía prisionero a mi espíritu en la montaña casi me comía,  inicié mi descenso al inframundo. A lo largo de la rocosa playa podía ver los languidecientes restos de almas resistiendose a desaparecer, gimiendo y dando brazadas para no sucumbir a la marea del inframundo.

Los pescadores de almas lanzaban sus redes al mar, atrapando incautos espiritus. No parecían prestarme atención, cada uno con cuatro brazos lanzaba dos redes con cada par, vestían sombreros rojos, grandes y redondos hechos de palma, pasé detrás de ello esperando no descubrieran mi prescencia.

Al final del camino pude ver un carnaval etéreo: juglares y ruedas de la fortuna, puestos de comidas y juegos de azar, malabaristas y charlatanes. Un mundo tan nuevo como extenso. Fue un sentimiento sobrecogedor, era demasiado para mi, demasiado que ver, demasiado que hacer, demasiado que podía salir mal en cualquier momento en cualquier lugar. El miedo a lo desconocido se siente igual a la emoción del descubrimiento. Lo único que cambia es nuestra definición de la sensación. Era necesario dejar la montaña.

Había olvidado la visión. Había elegido volver a la montaña y encerrarme en la torre, lo seguro, lo aislado, lo familiar. Pero el bufón logró encontrarme, y esta vez no se conformaría con una visión fantasmal del poder ser. Era hora de romper con todo, permanentemente, a toda costa.

¿Cuál era la intención de su daga?

¿Qué hubiera hecho yo con el pedazo de cristal?

¿Qué hubiera sido de mi hermano?

¿Por qué me despertó el lobo?

¿Por qué una máscara de estrella con cascabeles y un traje verde?